Había una vez un chico que llevaba toda su vida viviendo al lado de un sendero. No conocía a sus padres, no tenía a nadie, simplemente de vez en cuando conocía a personas que atravesaban el camino. No era muy frecuente conocer gente ya que, pese a recorrer varios kilómetros hacia todas las direcciones, nunca encontró ningún lugar habitado por otra persona.
Pero como en todas las historias, faltó muy poco para que ocurriese algo que le cambiaría la vida para siempre.
Estaba cavando una nueva zanja donde poder dormir cuando el viento le acarició la cara. Era el viento más cálido que él había sentido nunca. Cuando rozaba su cara parecía como si una manta de suave terciopelo lo acariciase. El intentó atraparlo con las manos, acariciarlo, abrazarlo con sus pequeños brazos, sin embargo el viento se escapaba entre sus dedos acariciándolo suavemente.
Pasaron varios días y el viento no sólo permaneció allí sino que además le construyó una vida. El viento arrastró madera, con la que pudo hacer una cabaña. Le trajo manzanas de las que no sólo se alimentó sino que además cultivó, le trajo papeles en los que le podía dejar escrito al viento cuanto le quería, siempre y cuando el viento le trajese tinta, lo cual era menos frecuente.
Cuando el muchacho entraba en la cabaña siempre dejaba las ventanas abiertas, para que el viento siempre estuviese con él. Por la noche, el viento respondía al joven con susurros en sus oídos. Le prometió que nunca se marcharía, que siempre estaría allí, que nunca le dejaría solo, que le traería muchas más cosas y que juntos crearían un universo en ese lado del camino, un universo que todo el mundo envidiaría y que haría colapsar la mente de las personas al descubrir que lo que ellos consideraban felicidad era solamente una ilusión.
Sin embargo un día, al despertar, descubrió que el viento no estaba allí. Se incorporó rápidamente y salió de la cabaña. Lo buscó por los manzanos ya maduros por los que solían jugar, entre las rocas de la montaña donde se solían esconder y en la vega donde solían tumbarse a escuchar el sonido de los pájaros. Pero por mucho que buscaba no lo encontró.
Volvió a la cabaña derrotado y preocupado, pensando porqué el viento que tanto le había prometido y que tanto le había dado se había marchado, preguntándose qué es lo que había hecho mal y si lo volvería a ver.
Desde entonces la cabaña siempre tenía las ventanas abiertas esperando su vuelta. El tiempo pasó y pasó y el viento no volvía. El joven todos los días era engullido más y más por la soledad y la tristeza. Por las noches el frío entraba por las ventanas abiertas y lo volvía cada vez más débil.
Pasaron varios meses que parecían siglos y el viento volvió. El chico se alegró muchísimo he intentó disimular su enfermedad con una sonrisa, intentando actuar como siempre. Aunque su físico ya no se lo permitía tan bien como antes, corrieron por los manzanos, jugaron al escondite entre las rocas y fueron a escuchar a los pájaros. Por las noches, en la cama, el chico le decía al viento cuanto le amaba, cuanto le había echado de menos, cuán largos habían sido los días y cuán amargas las estaciones mientras le viento le volvía envolver en la calidez, en su aroma, le arropaba por las noches y dormían entrelazados.
Pero el viento se volvió a ir y volvió a dejarlo solo. En ese momento el chico recibió otra ración de dura realidad de golpe. Y volvieron esos días que parecían otoño y esas noches que parecían invierno, volvieron sus enfermedades alimentadas por el frío y a soledad. El chico sólo se levantaba de la cama para hacer las pocas labores del hogar e intentar mantenerse con vida. Seguía siempre con la ventana abierta, porque solo la idea de que el viento volviese era lo que lo mantenía con vida.
Un día llamaron a su puerta. No se habría levantado de la cama si la persona que la golpeada no hubiese sido tan insistente. Abrió.
-Buenas, soy Kraznek, el sabio de las verdades. –dijo el anciano mientras sonreía
El muchacho lo miró de arriba abajo y respondió un escueto “hola”.
-Estoy recorriendo el camino y la noche se acerca. Me preguntaba si me podría hospedar aquí. Solo necesito un lugar en el suelo donde tumbarme y algo para llenar el estómago. A cambio de eso, responderé a una pregunta, la que tú quieras –miró al muchacho de manera solemne.- Por algo soy el sabio de las verdades.
-Sólo hay manzanas…. –le respondió.
-Oh, con eso bastará. –dijo mientras entraba.
Llegó la noche y los dos se sentaron uno enfrente del otro solo separados por la mesa, en la cual había un cesto con manzanas y una vela lúgubre que iluminaba tímidamente la habitación.
Fue en ese momento en el que el sabio se dio cuenta de lo mal que estaba el muchacho. Estaba muy delgado y la piel blanquecina. Si miraba el cuerpo del joven, no pasaban más de 5 segundos sin que este temblase. Le miró los labios, los tenía morados. Ese muchacho es lo más cercano a un fantasma que había visto el anciano en su vida. Buscó la verdad en él, lo analizó, vio sus penas, sus alegrías, vio su pasado, su presente y su futuro. Encontró lo que más añoraba, lo que le llenaba de vida. Comprendió porque pese al frío no cerraba las ventanas, comprendió su falta de expresión.
-Dijo que me respondería una pregunta…
La voz del muchacho interrumpió su escrutinio. El anciano se puso tenso, pero lo disimuló muy bien.
-¿Quieres saber si volverá el viento y si volverá para siempre, cierto? –dijo el Kraznek.
El muchacho asintió.
El sabio se puso incluso más blanco que el muchacho. Soltó la manzana que aún no había probado en la cesta y se levantó de la silla.
-Me temo que tengo que irme
El muchacho le miró y dijo:
-Me dijiste que responderías.
El anciano lo miro con una expresión de pena y unos ojos ahogados en tristeza.
-Te dije que respondería si me hospedaba aquí, pero no acepto tu hospitalidad. Gracias de todas formas.
Kraznek salió por la puerta. Esa noche dormiría al raso en el camino, tendría frío y hambre. Pero eso no sería la mitad de doloroso que la respuesta que esperaba el muchacho.
No podía decirle que mientras el moría el viento que amaba estaba a miles de kilómetros acariciando a otro hombre.